Mientras en Israel los israelíes abrían aerosoles de espuma y serpentinas, y se adornaban de blanco y azul para celebrar el Día de la Independencia, que se celebró el 12 de mayo, nosotros nos bajábamos de un avión en el Aeropuerto Charles de Gaulle de París y nos dirigíamos a recoger el equipaje. Pasaríamos cuatro días de vacaciones en la capital francesa.

A unos pocos metros de la entrada del terminal una mujer bajó a toda prisa por la rampa presa del pánico, gritando en francés. No teníamos ni idea de lo que estaba diciendo, pero unos instantes después vimos a un hombre de mediana edad tendido en el piso, rodeado de un pequeño grupo de gente con evidente nerviosismo en la cara.

El hombre no tenía pulso. Otro, arrodillado a su lado, trataba de revivirlo. Mi esposo, Meir Arad, un judío israelí, se dirigió a una empleada del aeropuerto que observaba a cierta distancia y le pidió un desfibrilador. La mujer abrió una puerta y desapareció, sin regresar.

Mi esposo se arrodilló junto al otro hombre, que resultó ser un enfermero árabe israelí de cerca de Tiberias cuyo nombre no recordamos. Los dos, haciendo presión con las manos sobre el pecho del hombre, se turnaron para tratar de revivirlo.

Un pasajero llamó una ambulancia, mientras que otros corrían de un lado para otro en busca de un empleado del aeropuerto. A pesar de que éste es uno de los aeropuertos más concurridos del mundo, nadie pudo encontrar ayuda. Los empleados que empujan a personas mayores en sillas de ruedas miraban con curiosidad, pero no hacían nada. Una multitud se congregó, pero no apareció ningún empleado del aeropuerto.

Después de unos 20 minutos alguien salió por una puerta con un desfibrilador. El hombre del ataque, que resultó ser francés, según pudimos averiguar, seguía sin pulso. Mi esposo y el enfermero abrieron el equipo que venía con el desfibrilador y trataron de seguir las instrucciones en un francés incomprensible. Un primer intento fue seguido de otro minutos después. Nada de pulso.

Una media hora después, el enfermero y mi esposo lograron por fin que el hombre recuperara el pulso. Minutos más tarde apareció un equipo de emergencias médicas, que nos pidió que nos retiráramos.

El enfermero, su familia y nosotros —mi esposo y yo y dos amigos—, los últimos pasajeros del vuelo LY035, nos dirigimos a continuación al puesto de control de pasaportes, conmocionados, sin dejar de hablar de lo que había pasado.

“Este caos nunca hubiera ocurrido en Israel”, nos decíamos los unos a los otros.

Ain k’mo Israel [No hay rcomo Israel]”, dijo el enfermero en hebreo, moviendo la cabeza.

En el puesto de control de pasaportes un empleado de El Al nos alcanzó para tomar nuestros datos y así poder informarnos más tarde sobre el estado del hombre.

Luego nos despedimos con apretones de manos, recogimos el equipaje y partimos en distintas direcciones.

Olvídese de los fuegos artificiales, el aerosol, las banderas y los discursos; ésta ha sido la víspera de la Fiesta de Independencia más inolvidable que he vivido. Representa la unidad de los israelíes de la mejor y más sorprendente forma. En un momento en el que Israel está tan dividido y receloso, cuando los ataques con cuchillos han distanciado a judíos y árabes, dos hombres, un árabe israelí y un judío Israelí, se unieron en un país extranjero y trabajaron en equipo y sin dudarlo para salvar la vida de un desconocido.

Y desde luego que le salvaron la vida. Una hora o dos después recibimos un mensaje de EL Al que nos decía que el hombre, cuyo nombre nunca supimos, se había restablecido y estaba bien. Sin la ayuda de los dos no hay duda de que hubiera muerto en aquel pasillo del Charles de Gaulle. Fue un final feliz y un Día de la Independencia muy emotivo.