Son las 7:30 de la mañana del viernes y estoy masajeando un tazón lleno de garbanzos remojados en agua.

Después de desechar las pieles que se elevan hasta la parte superior del recipiente, vierto las legumbres en mi procesador de alimentos junto con tahini, jugo de limón fresco, sal rosada del Himalaya, un chorrito de aceite de oliva y una pizca de comino. (Sí, me salteo el ajo. Sé que es un crimen culinario. Condénenme).

Hummus en el procesador de alimentos. Foto: Abigail Klein Leichman

Podría ahorrarme tiempo y esfuerzo caminando cinco minutos hasta el makolet (supermercado) y elegir un tarro de hummus de las muchas marcas y variedades apiladas en la heladera.

No haré eso. Porque soy una snob del hummus.

Hummus casero de Abigail Klein Leichman

No siempre fue así.

Antes de mudarnos a Israel en 2007, el hummus se estaba volviendo popular en los supermercados de EEUU.

Mis compañeros de trabajo de ascendencia irlandesa, italiana y coreana metían con entusiasmo papas fritas y palitos de zanahoria en recipientes plásticos de lo que llamaban “hum-mus” como si se refirieran a algo que se canta en lugar de comer.

Siendo yo de extracción semítica, sabía que este delicioso plato se pronuncia “ju-mus”. Sin embargo, no sabía que ese hummus que compraba en Nueva Jersey tenía apenas un parecido pasajero con el real.

Poco después de nuestra llegada a Israel, invitamos a algunos de los amigos israelíes de nuestra hija adolescente a un almuerzo de Shabat.
Yo me sentía orgullosa de servir lo que ingenuamente creía que era un respetable plato de hummus cubierto con una ingeniosa llovizna de aceite de oliva y una pizca de za’atar y pimentón.

Pero noté que nuestros invitados lo miraban con cierta desconfianza. Un amigo llevó a mi hija a un lado. “¿Es comprado?”, le preguntó.

Sus amigos aconsejaron que si insistíamos en servir hummus “comercial”, al menos deberíamos comprar el estilo “Abu Ghosh”, basado en el mundialmente famoso hummus de esa ciudad árabe ubicada a las afueras de Jerusalén.

Los empleados del restaurante Abu Gosh preparan un plato de hummus de cuatro toneladas con el objetivo de alcanzar el Récord Guinness. Foto: Rachael Cerrotti/Flash90

La “hummusiá

Y entonces descubrí la hummusiá.

No hay que ser vegano como yo para enamorarse de estos establecimientos culinarios divinos, que preparan una comida simple, nutritiva, provechosa y deliciosa.

No se trata de una cena de manteles blancos, amigos. Es una experiencia sustanciosa, rústica y sin cubiertos enfocada en platos de hummus fresco, cremoso y tibio que pide ser recogido con trozos de pan pita caliente y esponjoso, acompañado de una ensalada de tomate y pepino picado.

Foto cortesía de Hummus Eliyahu en Kiryat Ata.

Es posible pedir un hummus cubierto con garbanzos, especias picantes, perejil o cilantro, huevo duro, berenjena a la parrilla, piñones, falafel o shawarma, tahini extra u otras opciones. U ordenarlo naki, (limpio, sin extras, en hebreo).

No hay vuelta atrás

Una vez que probé el hummus genuino, no hubo vuelta atrás.

Los tarros del supermercado se volvieron repugnantes para mis papilas gustativas. La textura era pegajosa y el gusto de los conservantes fue amargo en mi lengua.

Y ni siquiera puedo imaginar el sabor de versiones americanizadas de hummus como “pastel de calabaza”, “caramelo de sal marina”, “chipotle ahumado” o “alitas de pollo”. No. Definitivamente, no.

Hoy me niego a comer hummus a menos que sea casero o preparado en una hummusiya.

Experimenté con diferentes recetas y vi videos de YouTube de maestros chefs y aficionados creando sus versiones de la famosa pasta de garbanzos.

Algunos les agregan mucho ajo, otros omiten el aceite de oliva. Hay quienes confían en el agua helada para obtener la textura adecuada. Y están aquellos que añaden cebolla y ajo al agua de cocción de los garbanzos.

Descubrí que el secreto del hummus verdaderamente cremoso -ya sea usando garbanzos caseros o enlatados- es frotar los frijoles en un recipiente con agua para quitarles la cáscara.
También podría colar el hummus después, pero eso es un desastre.

Abigail Klein Leichman “masajea” las cáscaras de los garbanzos. Foto: Steve Leichman

Y si me da pereza masajear garbanzos y lavar el procesador de alimentos, voy a la sucursal de Bahadunas – una cadena de restaurantes de de hummus cuyo nombre en árabe significa “perejil”- situada en nuestro centro comercial local.

Al igual que su infaltable compañero tahini (tjina, en hebreo), el hummus hecho desde cero tiene una vida útil corta en el refrigerador, de un par de días como máximo.
Pero si un lote sale bien, eso nunca es un problema.

¿Cómo reaccionan los israelíes hoy cuando pongo hummus en la mesa? Hace poco le serví uno a una pareja de pintores que trabajaban en mi casa.

“¿Esto es casero?”, preguntó uno de ellos con la boca llena. “Muy rico”, respondió al saber la respuesta.

Abigail Klein Leichman disfruta del auténtico hummus en Bahadunas. Foto: Bárbara Casden